jueves, 14 de enero de 2010

Sandro, nuestro gypsy king

A principios del siglo veinte algún ruso formuló una teoría literaria que hablaba de separar fondo y forma. El fondo y la forma siempre me generaron un problema, si iban juntos, si iban separados, si valía la pena hacer un análisis distintivo, tanto para la literatura y el arte en general como para la vida.

Hoy, en el Congreso Nacional, el deslindamiento fue elocuente.

La cola para entrar era de unas perennes tres cuadras: se avanzaba muy rápido, pero la gente no paraba de llegar.

Cuando tenía doce años, mi papá le regaló dos entradas a mi mamá para ir a ver a Sandro al Gran Rex. Ella me invitó a mí. En la puerta del teatro se vendían pósters, sombreros, remeras, pins, todo el merchandising típico de cualquier recital.

Hoy, la escena se repetía. Los vendedores vendían lo que se vende. Pero esta vez se le agregaron las rosas: blancas, amarillas y, sobre todo, rojas. Atrás mío, tres fanáticas comentaban sus vivencias. Una, que había llegado con su hija, decía que era claro que la cola las iba a tener congeladas por unas tres horas, otra le respondía "No, va rápido, si ella ya entró", "Ah, ¿vas a entrar de nuevo", "Sí, lo vi demasiado poco tiempo". El formalismo señalaba un híbrido entre concierto y parque de diversiones, el fondo era un ataúd abierto.

Cuando estaba por entrar, una periodista me hizo algunas preguntas, me dijo "¿Qué es lo que te gusta de Sandro?", mi respuesta estuvo poco pensada y fue estúpida, le dije que me encantaba cuando era joven y que su música me parecía bella. Después me quedé pensando y no me pareció una respuesta justa, sobre todo porque no era del todo verdadera. Tampoco pude encontrar la respuesta justa después de pensarlo un buen rato.

Se entraba al Congreso por una puerta lateral y se caminaba en fila angosta, se subían unas escaleras y se llegaba, finalmente, al Salón de los Pasos Perdidos. La fila que entraba y la que salía eran paralelas, y mientras que en la que entraba todavía se escuchaban algunas risas y los restos de algunas anécdotas, la que salía emitía un murmullo de llanto lastimero.

La sala era enorme y estaba repleta de arreglos florales y un poco más al fondo, la silueta de un cajón. No se permitía parar a mirarlo, las fanáticas apenas tenían tiempo para persignarse y largar llantos descontrolados. La periodista me había preguntado "¿Sos fanática?" "No", le respondí, "sólo me gusta", pero fanática o no, la imagen era desoladora. El manto de satén blanco ya no dibujaba la barriga pronunciada, su cara tenía una expresión dura y su boca estaba completamente seria y rígida. Mamá me preguntó, en una llamada a larga distancia, si era él, si efectivamente se lo podía encontrar en esta nueva forma, y sí, era él, pero más que él era la forma uniforme de la muerte. Ahí pensé un poco más en mi respuesta, y pensé que lo justo hubiera sido decir que lo que me encantaba de Sandro, más que su música y su baile, era su sonrisa: un poco pedante, un poco provocadora, un poco gitana.

Después salí, muy rápido. Y le pregunté a un policía para dónde quedaba Moreno, "dos cuadras para allá", me dijo. Y empecé a caminar. De pronto escuché que me chiflaban y me di vuelta. Era el policía "No, perdón", me gritó, "dos cuadras para el otro lado".

Hasta los polis estaban conmocionados.

manou

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